sábado, 24 de noviembre de 2007

31

-Has entendido lo que has de hacer -le insistió.
-Si -y se lo repitió por tercera vez, para que no quedase lugar a dudas.


Antes de salir por la puerta trasera, la joven filipina inmunizada a la poción con que debía de humedecer la navaja, le dió el frasco y le recordó que, al contacto, cualquiera salvo ella resultaría mortalmente envenenado. Su terrible belleza le sobrecogió, como antes, cuando pensaba que era una sencilla panadera de horarios extraños. Ahora aún la temía más.
Estuvo a punto de preguntarle el porqué, pero se mordió la lengua a tiempo. Demasiadas tumbas abiertas encontrando dueño.

Volvió a comprobar que en su bolsillo estuviese la carta -no la abras, no la abras, llévatela a la timba, pero no la abras, porque nos enteraremos y ya sabes qué es lo que pasa si nos disgustamos-, y tragó saliva. Por un instante pensó en que la taquicardia y el sudor frío hiciesen abrir el sobre engomado y comenzó a mover nervioso la pierna. En el bolsillo, un rollo de dinero, mucho dinero, le sirvió de relajante.
Es mi nueva vida, enrollada, con una gomita, mi futuro y mi salvación. Mi salvación.

Pero también sintió que algo no cuadraba. Que no debía de preguntar, pero que fallaba alguna cosa. Podía entender que un oficial de la policía le hubiese encargado un trabajo como aquel. Podía comprender que estuviese trabajando para una mafia policial, desconocida y poderosa. Por qué le había revelado su identidad.

El barbero creyó que estaba bromeando. Yo uso mi propia loción. Hoy no. No para el Rubio. El Rubio se merece lo mejor. Y tú mereces que no acribille a tu esposa mientras le prepara el almuerzo a tus hijos. Hagamos las cosas bien, siguió tras una pausa mientras veía como se le caía el cigarrillo por la comisura, aféitale con esta loción y procura no salpicarte si quieres ver cómo amanece mañana.
Se fue al bar del final del callejón y, frente a una copa, dos, más, intentó descubrir lo que estaba pasando.

Pocos minutos antes de su cita, dejó unos billetes y una generosa propia para el cantarín camarero de cara de orangután, volvió a comprobar que tenía el sobre y el dinero y se puso en camino, titubeante, alcohólico y atemorizado, hacia la timba más importante de su vida.

viernes, 9 de noviembre de 2007

¿31?


Ya estamos en 32. Y parece que fue ayer cuando empezamos a destejer la trama. Si estuviésemos siguiendo el orden habitual, imaginad la de cosas que habrían sucedido a partir de este punto.

Muy pronto, más -menos- números.

lunes, 22 de octubre de 2007

32

Hacía tiempo que El Rubio tenía pensado lo que haría con exactitud al abandonar la cárcel. En primer lugar, el barbero: un buen corte de pelo y un afeitado cuidadoso, a la navaja, como Dios manda. Después una visita a lo de la Chelo, a ver si había alguna chica nueva. Más tarde se comería una enorme hamburguesa en el antro de Ramón, 250 gramos de grasienta ternera, con cebolla muy tostada, unas lonchas de bacon y mucho queso. Por último, iría al cine: se moría por ver alguna película resguardado en la oscuridad, sin nadie que le vigilara.

Cumplió al pie de la letra el programa. Pero un extraño comentario encajado por la mañana, en la barbería, le impidió disfrutar del resto de la jornada tanto como hubiera deseado .

El día había amanecido algo nublado, aunque no hacía demasiado frío, teniendo en cuenta la época del año. Caminó tres o cuatro manzanas desde la puerta del penal antes de detenerse y levantar la vista del suelo. Respiró hondo, como si de tal forma pudiera llenarse de golpe de ese aire exterior tan distinto del que respiraba cada día en el patio. Necesitaba purificarse.

La barbería tenía la persiana bajada. Un parroquiano del bar contiguo reconoció al Rubio y salió a saludarle. Después de contarle cuatro cosas sobre la marcha del barrio, le explicó que el establecimiento llevaba cerrado varios meses, y le dio la dirección de otro sitio donde, aseguró, "te harán un buen trabajo".

El Rubio localizó la dirección y entró en el local, de aspecto impersonal y totalmente vacío. Tomó asiento.

- ¿Cómo lo quiere?
- Muy corto
- De acuerdo. ¿Y las patillas?
- Pues... marcadas, bien marcadas- dijo, mirándose de perfil en el espejo.
- Marcadas, como tus cartas - añadió entre dientes el barbero.

El Rubio no podía creer lo que acababa de oír. Aquellas extrañas palabras, de hecho, estaban tan fuera de lugar y habían sido pronunciadas de una forma tan débil que incluso llegó a pensar que no había escuchado bien. El caso es que tardó demasiado en reaccionar, así que su inseguro "¿Cómo dice?" sonó también extraño. Por si fuera poco, el barbero no se molestó en contestar a su replica. Luego, como si nada, se puso a hablar de mil asuntos sin importancia, e incluso se permitió recomendar a su solitario cliente un lugar donde poder echar unas partidas.

¿Pero qué había querido decir aquel tipo, si es que de verdad lo había dicho? Quizás sólo estaba pensando en voz alta, conjeturó El Rubio. Sí, sería eso. Además, no parecía tener todos los tornillos en su sitio. Y encima estaba medio sordo.

- ¿Cómo lo quieres?- escuchó de nuevo, unas cuantas horas más tarde, ahora de labios de una filipina medio desnuda. Y durante unos interminables segundos no supo qué contestar, pues aún seguía dándole vueltas a aquella frase misteriosa, amenazante como una navaja.

domingo, 14 de octubre de 2007

33

Lamentó haber comenzado aquella maldita partida. Pero sabía que al final le sonreiría la suerte. Así había sido desde que recordaba, en aquel sórdido orfanato, donde el Pelirrojo se sorbía los mocos y un niño de extraño hablar le enseñó a hacer juegos de manos con la navaja.
No hay que distraerse.



Observó a los otros jugadores. Sobre la mesa, el poco dinero que le quedaba tras tres años en el penal. Lo que pudo coger antes de salir empacado en un saco de ropa sucia. Hasta mañana, cuando tiene que encontrarse con su otro compinche de fuga, qué mejor inversión que unas partidas para hacer tiempo y, tal vez dinero. Nos veremos en el café de la Plaza del Mercado. Mañana y si no, en días alternos, durante dos semanas. Si no nos encontramos, algo habrá pasado. De acuerdo. Eso dijeron antes de preparar la tercera saca, con el botín que le habían robado al mayor sicario y contrabandista del penal, para enviarla a un lugar seguro, donde se la repartirían y podrían volve a comenzar.



Ahora estaba con sus pocas fichas, unas malas cartas y demasiado distraído como para apostar fuerte y acorralar a sus tres compañeros de partida.
Jugó, descartó y volvió a perder. ¿Y ahora?
El hombre de la camiseta de tirantes se quitó el palillo de la boca. Lo dejó junto al vaso de coñac y se metió una mano en el bolsillo. Se movía muy lentamente, hasta que se hacía el silencio en la pequeña habitación.
Te pagaré para que puedas seguir jugando. Lleva este papel y échalo en el buzón que te indico, antes de las seis de la mañana. A cambio, juega un rato más, dijo tendiéndole tres fichas azules y seis o siete rojas.



En aquel momento se dio cuenta de que su suerte había cambiado. Que se terminó su buena fortuna y que a partir de entonces, debería esquivar por si mismo cada balazo de la vida.
-¿Puedo tomar otra copa?- fue lo único capaz de articular.
A un gesto del hombre de la camiseta, una de las coristas le llevó un trago más, con olor a derrota, perfume barato y sueños que jamás se iban a cumplir.
Y jugó.

Sentado en el portal, contó lo menos ocho veces el dinero que había ganado. Aún sentía calor en el cañón de su automática. Era una forma un tanto sucia de terminar la partida, peor al final lo que importaba era la victoria. Cuando escuchó los pasos, se tumbó en un rincón, junto a uno de los vagabundos que allí dormían. Pudo contar los tactac de los tacones de la mujer que subía hacia los apartamentos. Reconoció aquel perfume y hasta pudo intuir su alivio mezclado de tranquilo terror, el mismo que reflejaron sus ojos al salir del cuartucho donde yacían los tres jugadores tiroteados. Volvió a leer.
“Mañana a las doce. En la plaza y a la sombra. Ten cuidado. Claudio”

Entonces comprendió lo que había oído decir al viejo barbero antes de que le indicase dónde jugar una buena partida.-Tengo que avisar a Claudio –se dijo mientras echaba la nota en el buzón y salía corriendo de aquel portal de sus desdichas.

lunes, 24 de septiembre de 2007

34


Cuando despertó el sol llevaba tiempo alumbrando, lo sabía por el calor que desprendían los objetos de su habitación, no había persianas ni cortinas que echar. No podía abrir los ojos, dolía demasiado. Demasiado era la palabra que lo definía todo. En ese momento demasiada luz y la noche anterior demasiado alcohol o cualquier otra sustancia que impidiese recordar...
De repente recordó: era hoy, hoy vería a Claudio.
Había encontrado una nota en el buzón. La nota contenía información sobre el lugar y la hora.
Siempre quedando en el mismo café. En realidad no sabía nada de él. Les unían las mismas intenciones, quizás no.
Por un momento pensó alertar a Claudio, decirle que debía abandonar la ciudad. Mejor no... Llevaría la pistola, la plaza era una lugar abierto, se exponía demasiado.
Llegó la hora. Allí estaba Claudio con ese aire de suficiencia. "¡Idiota!", pensó Berta subiéndose las solapas del abrigo. Miró hacia el cielo; lamentó no llevar paraguas.

domingo, 16 de septiembre de 2007

35


Salen del café y, sorprendidos por la lluvia, echan a correr hasta una plaza próxima en busca de algún portal donde refugiarse. Muy cerca de ellos, al doblar la misma esquina, aunque en sentidos opuestos, tropiezan un perro, diminuto, y una extraña mujer, medio calva, demasiado maquillada, quien desde el suelo parece ahora decidida a estampar la triple carrera de su media izquierda en la entrepata posterior del animal. El aullido atraviesa el cráneo de Claudio—entrando por una sien y saliendo por la otra, casi sin rozar el sistema auditivo— rebota en el asombro de Berta y vuelve a su dueño como un boomerang, mientras ya la vieja se ha levantado, corre en pos del chucho hasta atraparlo con una agilidad asombrosa y procede a regañarle, dulcemente, lanzando besitos al aire, estirando el morro, a acariciarlo e introducirlo en su gran cesto, entre varias botellas de leche, un par de lechugas, una pistola y media docena de huevos, milagrosamente intactos. La puerta en la que se apoyan los dos espectadores se abre de repente y casi caen de espaldas. La anciana y el perrito doblan por fin la misma esquina en idéntica dirección.
Tan sorprendente como el episodio resulta la reacción de la pareja: como si ante sus ojos no hubiera resbalado más que la lluvia, ahora débil, o como si hubieran sido otros los que, resguardados en el portal, asistían al espectáculo, prosiguen el camino hacia el metro limitándose a alternar vagas impresiones sobre el deterioro del barrio con nuevos e incómodos silencios que él invierte en exprimir sus recursos en busca de un modo de prolongar el encuentro. Esfuerzo en vano: casi sin darse cuenta se ve bajando las escaleras en el sentido contrario, preguntándose, una y otra vez, por qué no se he atrevido a contarle la verdad.
Gira sobre el último escalón y se lanza escaleras arriba, hacia el otro andén, donde ella ya no está. En ese momento comprende que debe dejar la ciudad lo antes posible.

lunes, 10 de septiembre de 2007

¿35?

Bueno, ¿qué os pareció?

Ahora se os invita a que hagáis sugerencias, apuntéis por dónde puede ir la historia, qué expliquéis que creeis que pasó, por qué se llegó a donde se llegó.

O sea, que se anima a que le déis al al autor de la próxima parada las pistas que os parezcan, a ver si le sirven para desentrañar por dónde venía la historia.

Y después, que las cosas pasen como tengan que pasar.

Nos vemos en el 35

viernes, 7 de septiembre de 2007

36

Aquel martes debía de ser como otro martes cualquiera.

No en vano, después de deambular como una peonza por los más variopintos oficios y lugares había ido a dar con sus huesos a un viejo apeadero entre las montañas del oeste. Allí, y tras mendigar cuatro harapos, alimentarse de bayas y otras frutas silvestres, dormitar un día en un abrigo de monte, otro en una vieja caseta abandonada, otro más en algún cobertizo sin candado, terminó por ablandar el corazón de una parroquiana que, a cambio de cortarle el césped o arrancarle las malas hierbas de su huerto de frutales, le gestionó el encargarse de las chapucillas del apeadero. Allí, se puso a las órdenes del anciano guardaagujas que persistía en no retirarse pese a su avanzada edad y sus múltiples achaques. Aquel hombre de raído, pero impecable uniforme de ferroviario, le pedía engrasar las atrotinadas bisgras del almacén, ajustar la trompa del tanque de aguas o cambiar las cuerdas donde enganchaban los sacos postales casi vacíos que dejaban los trenes de largo recorrido. Junto al apeadero había un almacén en desuso donde en su día se guardaban las herramientas y materiales con los que se construyó lo que todos llamaban la estación. El guardaagujas le dio permiso para usarlo como vivienda y, tras adecentarlo un poco y pintarlo de un chillón, pero hasta cierto punto hermoso color naranja pasó a morar allí. Con lo que ahorró, comprose ropas resistentes y sencillas y unos visillos para las ventanas.


Así, la vida marchaba tranquila, con tres trenes de largo recorrido al día, algún que otro local que paraba o no, más bien no, y unos imprevisibles convoyes de mercancías que contaban no menos de veinte coches por convoy.
Aquel martes despertó al alba, antes de que el tímido sol le diera ese aire cálido a su casita naranja. En el gancho de las sacas de correo vio un enorme bulto colgado. Le extrañó, porque nunca recibían más de diez o doce cartas las pocas veces que dejaban correo.
Entre extrañado y curioso, se acercó a descolgar la bolsa.

(Continuará)

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Nota al pie

A modo de instrucciones

La idea sería la que explica el señor que firma abajo. Curiosa mención a los pianos. Se os pide que leáis, que comentéis, que hagáis sugerencias y que, si os animáis en serio, os unáis a la ronda de redactores de la cosa.
Esto está a punto de comenzar...

Cadáver exquisito


El mecanismo de este juego es muy simple. Empezás un relato; escribís dos renglones y doblás la hoja para que sólo se vea el último. Le pasás la hoja doblada a quien está a tu derecha, que continúa la historia a partir de lo que puede ver. También escribe dos renglones; también dobla la hoja, para que se vea su último renglón y nada de lo anterior, y se la pasa al que sigue. Así hasta que se termina la ronda o se termina la hoja, lo que ocurra primero. En ese momento se despliega y se lee el texto completo.
El juego se llama cadáver exquisito. Fue inventado por los
surrealistas, que usaban automatismos y combinatoria azarosa para hacer surgir la potencia creativa del inconsciente.
La idea también se aplica a dibujos. Cada participante usa una franja de la hoja, la dobla para que se vea apenas un poco, y se la pasa al siguiente. En el Museum of Modern Art de Nueva York hay un
cadáver exquisito visual hecho por Man Ray, Joan Miró y otras celebridades del surrealismo; si te fijás bien se pueden ver los pliegues de la hoja. En An Exquisite Corpse exhiben obras creadas de esta manera mediante programas de edición de imágenes; de allí tomamos la que nos acompaña.
Es un procedimiento fértil. Puede aplicarse a muchas otras cosas. ¿Por qué no grabar en lugar de escribir? Empezás a contar una historia frente al micrófono y la grabás; al otro le pasás un archivo con los últimos segundos. Al final se yuxtaponen las partes. Quien tenga amigos con talentos musicales puede hacer lo mismo con melodías en el piano o la guitarra.
Ivan Skvarca

martes, 4 de septiembre de 2007

Epílogo


Esta es la primera página de una historia que ya está volando por el aire, pero que aún nadie de ha animado a escribir. Como es una tarea ardua y a veces ingrata, nos hemos propuesto recomponerla a varias manos.

Pero para terminarla con buen tino se pide a los que estéis al otro lado de la pantalla que nos déis pistas de por dónde ir tirando hasta que lleguemos al primer capítulo, que será el último, cosas de escribir del revés.

A ver qué sale de todo esto.