lunes, 22 de octubre de 2007

32

Hacía tiempo que El Rubio tenía pensado lo que haría con exactitud al abandonar la cárcel. En primer lugar, el barbero: un buen corte de pelo y un afeitado cuidadoso, a la navaja, como Dios manda. Después una visita a lo de la Chelo, a ver si había alguna chica nueva. Más tarde se comería una enorme hamburguesa en el antro de Ramón, 250 gramos de grasienta ternera, con cebolla muy tostada, unas lonchas de bacon y mucho queso. Por último, iría al cine: se moría por ver alguna película resguardado en la oscuridad, sin nadie que le vigilara.

Cumplió al pie de la letra el programa. Pero un extraño comentario encajado por la mañana, en la barbería, le impidió disfrutar del resto de la jornada tanto como hubiera deseado .

El día había amanecido algo nublado, aunque no hacía demasiado frío, teniendo en cuenta la época del año. Caminó tres o cuatro manzanas desde la puerta del penal antes de detenerse y levantar la vista del suelo. Respiró hondo, como si de tal forma pudiera llenarse de golpe de ese aire exterior tan distinto del que respiraba cada día en el patio. Necesitaba purificarse.

La barbería tenía la persiana bajada. Un parroquiano del bar contiguo reconoció al Rubio y salió a saludarle. Después de contarle cuatro cosas sobre la marcha del barrio, le explicó que el establecimiento llevaba cerrado varios meses, y le dio la dirección de otro sitio donde, aseguró, "te harán un buen trabajo".

El Rubio localizó la dirección y entró en el local, de aspecto impersonal y totalmente vacío. Tomó asiento.

- ¿Cómo lo quiere?
- Muy corto
- De acuerdo. ¿Y las patillas?
- Pues... marcadas, bien marcadas- dijo, mirándose de perfil en el espejo.
- Marcadas, como tus cartas - añadió entre dientes el barbero.

El Rubio no podía creer lo que acababa de oír. Aquellas extrañas palabras, de hecho, estaban tan fuera de lugar y habían sido pronunciadas de una forma tan débil que incluso llegó a pensar que no había escuchado bien. El caso es que tardó demasiado en reaccionar, así que su inseguro "¿Cómo dice?" sonó también extraño. Por si fuera poco, el barbero no se molestó en contestar a su replica. Luego, como si nada, se puso a hablar de mil asuntos sin importancia, e incluso se permitió recomendar a su solitario cliente un lugar donde poder echar unas partidas.

¿Pero qué había querido decir aquel tipo, si es que de verdad lo había dicho? Quizás sólo estaba pensando en voz alta, conjeturó El Rubio. Sí, sería eso. Además, no parecía tener todos los tornillos en su sitio. Y encima estaba medio sordo.

- ¿Cómo lo quieres?- escuchó de nuevo, unas cuantas horas más tarde, ahora de labios de una filipina medio desnuda. Y durante unos interminables segundos no supo qué contestar, pues aún seguía dándole vueltas a aquella frase misteriosa, amenazante como una navaja.

domingo, 14 de octubre de 2007

33

Lamentó haber comenzado aquella maldita partida. Pero sabía que al final le sonreiría la suerte. Así había sido desde que recordaba, en aquel sórdido orfanato, donde el Pelirrojo se sorbía los mocos y un niño de extraño hablar le enseñó a hacer juegos de manos con la navaja.
No hay que distraerse.



Observó a los otros jugadores. Sobre la mesa, el poco dinero que le quedaba tras tres años en el penal. Lo que pudo coger antes de salir empacado en un saco de ropa sucia. Hasta mañana, cuando tiene que encontrarse con su otro compinche de fuga, qué mejor inversión que unas partidas para hacer tiempo y, tal vez dinero. Nos veremos en el café de la Plaza del Mercado. Mañana y si no, en días alternos, durante dos semanas. Si no nos encontramos, algo habrá pasado. De acuerdo. Eso dijeron antes de preparar la tercera saca, con el botín que le habían robado al mayor sicario y contrabandista del penal, para enviarla a un lugar seguro, donde se la repartirían y podrían volve a comenzar.



Ahora estaba con sus pocas fichas, unas malas cartas y demasiado distraído como para apostar fuerte y acorralar a sus tres compañeros de partida.
Jugó, descartó y volvió a perder. ¿Y ahora?
El hombre de la camiseta de tirantes se quitó el palillo de la boca. Lo dejó junto al vaso de coñac y se metió una mano en el bolsillo. Se movía muy lentamente, hasta que se hacía el silencio en la pequeña habitación.
Te pagaré para que puedas seguir jugando. Lleva este papel y échalo en el buzón que te indico, antes de las seis de la mañana. A cambio, juega un rato más, dijo tendiéndole tres fichas azules y seis o siete rojas.



En aquel momento se dio cuenta de que su suerte había cambiado. Que se terminó su buena fortuna y que a partir de entonces, debería esquivar por si mismo cada balazo de la vida.
-¿Puedo tomar otra copa?- fue lo único capaz de articular.
A un gesto del hombre de la camiseta, una de las coristas le llevó un trago más, con olor a derrota, perfume barato y sueños que jamás se iban a cumplir.
Y jugó.

Sentado en el portal, contó lo menos ocho veces el dinero que había ganado. Aún sentía calor en el cañón de su automática. Era una forma un tanto sucia de terminar la partida, peor al final lo que importaba era la victoria. Cuando escuchó los pasos, se tumbó en un rincón, junto a uno de los vagabundos que allí dormían. Pudo contar los tactac de los tacones de la mujer que subía hacia los apartamentos. Reconoció aquel perfume y hasta pudo intuir su alivio mezclado de tranquilo terror, el mismo que reflejaron sus ojos al salir del cuartucho donde yacían los tres jugadores tiroteados. Volvió a leer.
“Mañana a las doce. En la plaza y a la sombra. Ten cuidado. Claudio”

Entonces comprendió lo que había oído decir al viejo barbero antes de que le indicase dónde jugar una buena partida.-Tengo que avisar a Claudio –se dijo mientras echaba la nota en el buzón y salía corriendo de aquel portal de sus desdichas.