lunes, 24 de septiembre de 2007

34


Cuando despertó el sol llevaba tiempo alumbrando, lo sabía por el calor que desprendían los objetos de su habitación, no había persianas ni cortinas que echar. No podía abrir los ojos, dolía demasiado. Demasiado era la palabra que lo definía todo. En ese momento demasiada luz y la noche anterior demasiado alcohol o cualquier otra sustancia que impidiese recordar...
De repente recordó: era hoy, hoy vería a Claudio.
Había encontrado una nota en el buzón. La nota contenía información sobre el lugar y la hora.
Siempre quedando en el mismo café. En realidad no sabía nada de él. Les unían las mismas intenciones, quizás no.
Por un momento pensó alertar a Claudio, decirle que debía abandonar la ciudad. Mejor no... Llevaría la pistola, la plaza era una lugar abierto, se exponía demasiado.
Llegó la hora. Allí estaba Claudio con ese aire de suficiencia. "¡Idiota!", pensó Berta subiéndose las solapas del abrigo. Miró hacia el cielo; lamentó no llevar paraguas.

domingo, 16 de septiembre de 2007

35


Salen del café y, sorprendidos por la lluvia, echan a correr hasta una plaza próxima en busca de algún portal donde refugiarse. Muy cerca de ellos, al doblar la misma esquina, aunque en sentidos opuestos, tropiezan un perro, diminuto, y una extraña mujer, medio calva, demasiado maquillada, quien desde el suelo parece ahora decidida a estampar la triple carrera de su media izquierda en la entrepata posterior del animal. El aullido atraviesa el cráneo de Claudio—entrando por una sien y saliendo por la otra, casi sin rozar el sistema auditivo— rebota en el asombro de Berta y vuelve a su dueño como un boomerang, mientras ya la vieja se ha levantado, corre en pos del chucho hasta atraparlo con una agilidad asombrosa y procede a regañarle, dulcemente, lanzando besitos al aire, estirando el morro, a acariciarlo e introducirlo en su gran cesto, entre varias botellas de leche, un par de lechugas, una pistola y media docena de huevos, milagrosamente intactos. La puerta en la que se apoyan los dos espectadores se abre de repente y casi caen de espaldas. La anciana y el perrito doblan por fin la misma esquina en idéntica dirección.
Tan sorprendente como el episodio resulta la reacción de la pareja: como si ante sus ojos no hubiera resbalado más que la lluvia, ahora débil, o como si hubieran sido otros los que, resguardados en el portal, asistían al espectáculo, prosiguen el camino hacia el metro limitándose a alternar vagas impresiones sobre el deterioro del barrio con nuevos e incómodos silencios que él invierte en exprimir sus recursos en busca de un modo de prolongar el encuentro. Esfuerzo en vano: casi sin darse cuenta se ve bajando las escaleras en el sentido contrario, preguntándose, una y otra vez, por qué no se he atrevido a contarle la verdad.
Gira sobre el último escalón y se lanza escaleras arriba, hacia el otro andén, donde ella ya no está. En ese momento comprende que debe dejar la ciudad lo antes posible.

lunes, 10 de septiembre de 2007

¿35?

Bueno, ¿qué os pareció?

Ahora se os invita a que hagáis sugerencias, apuntéis por dónde puede ir la historia, qué expliquéis que creeis que pasó, por qué se llegó a donde se llegó.

O sea, que se anima a que le déis al al autor de la próxima parada las pistas que os parezcan, a ver si le sirven para desentrañar por dónde venía la historia.

Y después, que las cosas pasen como tengan que pasar.

Nos vemos en el 35

viernes, 7 de septiembre de 2007

36

Aquel martes debía de ser como otro martes cualquiera.

No en vano, después de deambular como una peonza por los más variopintos oficios y lugares había ido a dar con sus huesos a un viejo apeadero entre las montañas del oeste. Allí, y tras mendigar cuatro harapos, alimentarse de bayas y otras frutas silvestres, dormitar un día en un abrigo de monte, otro en una vieja caseta abandonada, otro más en algún cobertizo sin candado, terminó por ablandar el corazón de una parroquiana que, a cambio de cortarle el césped o arrancarle las malas hierbas de su huerto de frutales, le gestionó el encargarse de las chapucillas del apeadero. Allí, se puso a las órdenes del anciano guardaagujas que persistía en no retirarse pese a su avanzada edad y sus múltiples achaques. Aquel hombre de raído, pero impecable uniforme de ferroviario, le pedía engrasar las atrotinadas bisgras del almacén, ajustar la trompa del tanque de aguas o cambiar las cuerdas donde enganchaban los sacos postales casi vacíos que dejaban los trenes de largo recorrido. Junto al apeadero había un almacén en desuso donde en su día se guardaban las herramientas y materiales con los que se construyó lo que todos llamaban la estación. El guardaagujas le dio permiso para usarlo como vivienda y, tras adecentarlo un poco y pintarlo de un chillón, pero hasta cierto punto hermoso color naranja pasó a morar allí. Con lo que ahorró, comprose ropas resistentes y sencillas y unos visillos para las ventanas.


Así, la vida marchaba tranquila, con tres trenes de largo recorrido al día, algún que otro local que paraba o no, más bien no, y unos imprevisibles convoyes de mercancías que contaban no menos de veinte coches por convoy.
Aquel martes despertó al alba, antes de que el tímido sol le diera ese aire cálido a su casita naranja. En el gancho de las sacas de correo vio un enorme bulto colgado. Le extrañó, porque nunca recibían más de diez o doce cartas las pocas veces que dejaban correo.
Entre extrañado y curioso, se acercó a descolgar la bolsa.

(Continuará)

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Nota al pie

A modo de instrucciones

La idea sería la que explica el señor que firma abajo. Curiosa mención a los pianos. Se os pide que leáis, que comentéis, que hagáis sugerencias y que, si os animáis en serio, os unáis a la ronda de redactores de la cosa.
Esto está a punto de comenzar...

Cadáver exquisito


El mecanismo de este juego es muy simple. Empezás un relato; escribís dos renglones y doblás la hoja para que sólo se vea el último. Le pasás la hoja doblada a quien está a tu derecha, que continúa la historia a partir de lo que puede ver. También escribe dos renglones; también dobla la hoja, para que se vea su último renglón y nada de lo anterior, y se la pasa al que sigue. Así hasta que se termina la ronda o se termina la hoja, lo que ocurra primero. En ese momento se despliega y se lee el texto completo.
El juego se llama cadáver exquisito. Fue inventado por los
surrealistas, que usaban automatismos y combinatoria azarosa para hacer surgir la potencia creativa del inconsciente.
La idea también se aplica a dibujos. Cada participante usa una franja de la hoja, la dobla para que se vea apenas un poco, y se la pasa al siguiente. En el Museum of Modern Art de Nueva York hay un
cadáver exquisito visual hecho por Man Ray, Joan Miró y otras celebridades del surrealismo; si te fijás bien se pueden ver los pliegues de la hoja. En An Exquisite Corpse exhiben obras creadas de esta manera mediante programas de edición de imágenes; de allí tomamos la que nos acompaña.
Es un procedimiento fértil. Puede aplicarse a muchas otras cosas. ¿Por qué no grabar en lugar de escribir? Empezás a contar una historia frente al micrófono y la grabás; al otro le pasás un archivo con los últimos segundos. Al final se yuxtaponen las partes. Quien tenga amigos con talentos musicales puede hacer lo mismo con melodías en el piano o la guitarra.
Ivan Skvarca

martes, 4 de septiembre de 2007

Epílogo


Esta es la primera página de una historia que ya está volando por el aire, pero que aún nadie de ha animado a escribir. Como es una tarea ardua y a veces ingrata, nos hemos propuesto recomponerla a varias manos.

Pero para terminarla con buen tino se pide a los que estéis al otro lado de la pantalla que nos déis pistas de por dónde ir tirando hasta que lleguemos al primer capítulo, que será el último, cosas de escribir del revés.

A ver qué sale de todo esto.