domingo, 6 de julio de 2008
26
El olor del pan, fermentando, tostandose, ardiendo, no sabía, le recordó a lo de antes, cuando aún no sabía lo que era la libertad porque no la había perdido. Cuando aún no sabía lo que significaba oler la humedad, contar una noche tras otra el repiqueteo de la gota aquella del desagüe, trescientas treinta y cuatro, más, hasta que volvía a sonar la sirena, formación, ducha templada, café y pan, carpintería, biblioteca, talleres, jardín, media hora de beisbol, paseo o cartas, y así tiempo. Todo el tiempo.
-Llévale este paquete a mi tía. Son cartas, libros, cosas mías, a ella le gustará tenerlas. Cualquier día a mi me pasa algo...
Y no dejó seguir, porque sabía de lo que le estaba hablando. A muchos les había ocurrido. A muchos se les había ocurrido. Los más viejos decían que si, que era normal. A mi me pasó a los doce, a mi a los quince, a mi nunca me ocurrió, decía Gino, un italiano que siempre sonreía, aunque los otros le solían corregir. ¿No te acuerdas lo que pasó hace seis, siete inviernos? Debías llevar aquí dieciséis años. ¿Recuerdas aquel invierno? Y a Gino se le escurría la sonrisa por la comisura.
En el portal vio los buzones, el nombre de la tía. No tenía ganas de ver a nadie, de hablar con nadie. Colgó la bolsa con el paquete del pomo de la puerta y le dio al picaporte. No oyó nada. A los pocos instantes volvió a golpear con más fuerza. Creyó oir unos pasos y le sacudió de nuevo.
Ya voy, oyó una voz anciana.
Salió apresuradamente, pero nada más pisar la calle quedó atrapado por el aroma de la harina, el fuego, el horno y su libertad.
Y allí se dirigió.
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