-Has entendido lo que has de hacer -le insistió.
-Si -y se lo repitió por tercera vez, para que no quedase lugar a dudas.
Antes de salir por la puerta trasera, la joven filipina inmunizada a la poción con que debía de humedecer la navaja, le dió el frasco y le recordó que, al contacto, cualquiera salvo ella resultaría mortalmente envenenado. Su terrible belleza le sobrecogió, como antes, cuando pensaba que era una sencilla panadera de horarios extraños. Ahora aún la temía más.
Estuvo a punto de preguntarle el porqué, pero se mordió la lengua a tiempo. Demasiadas tumbas abiertas encontrando dueño.
Volvió a comprobar que en su bolsillo estuviese la carta -no la abras, no la abras, llévatela a la timba, pero no la abras, porque nos enteraremos y ya sabes qué es lo que pasa si nos disgustamos-, y tragó saliva. Por un instante pensó en que la taquicardia y el sudor frío hiciesen abrir el sobre engomado y comenzó a mover nervioso la pierna. En el bolsillo, un rollo de dinero, mucho dinero, le sirvió de relajante.
Es mi nueva vida, enrollada, con una gomita, mi futuro y mi salvación. Mi salvación.
Pero también sintió que algo no cuadraba. Que no debía de preguntar, pero que fallaba alguna cosa. Podía entender que un oficial de la policía le hubiese encargado un trabajo como aquel. Podía comprender que estuviese trabajando para una mafia policial, desconocida y poderosa. Por qué le había revelado su identidad.
El barbero creyó que estaba bromeando. Yo uso mi propia loción. Hoy no. No para el Rubio. El Rubio se merece lo mejor. Y tú mereces que no acribille a tu esposa mientras le prepara el almuerzo a tus hijos. Hagamos las cosas bien, siguió tras una pausa mientras veía como se le caía el cigarrillo por la comisura, aféitale con esta loción y procura no salpicarte si quieres ver cómo amanece mañana.
Se fue al bar del final del callejón y, frente a una copa, dos, más, intentó descubrir lo que estaba pasando.
Pocos minutos antes de su cita, dejó unos billetes y una generosa propia para el cantarín camarero de cara de orangután, volvió a comprobar que tenía el sobre y el dinero y se puso en camino, titubeante, alcohólico y atemorizado, hacia la timba más importante de su vida.